20130109

Los ingenieros que Merkel jamás reclamará


Los ingenieros que Merkel jamás reclamará



El ingenio ha fenecido. Ahora son grados o másteres, nunca más ingenieros. Término arcaico. Su tradición, también. Ya son más de ¡seiscientos grados y doscientos másteres en ingeniería! No sabía que existían tantas disciplinas.

Un frenesí de títulos vacuos y esponjosos. O acaso ignorancia a granel. Compiten entre ellos en nombre rimbombante, en simplismo académico, en ausencia de base matemática y científica, en falta de esfuerzo. O, quizás, me he quedado obsoleto. Será lo más probable, pobre antigualla juntadora de vocablos renacentistas y exabruptos inconvenientes.

Antiguamente, cuando una empresa necesitaba contratar un ingeniero en España o fuera de ella, sabía muy bien lo que se iba a encontrar: Aeronáutico, Agrónomo, Montes, Minas, Industrial cual cajón de sastre en el que todo cabía,…

Los legendarios ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, de cuando Agustín de Betancourt modernizó la Rusia del zar Alejandro I, hace ya doscientos años hoy amplían el Canal de Panamá. Los más recientes ingenieros de Telecomunicación que han diseñado y construido el sistema de tráfico aéreo alemán y son líderes mundiales en simulación.

O los ingenieros navales herederos de aquellos maestros que astillaron los buques que surcaron todos los mares a la vez por vez primera. Del desconocido Blasco de Garay que hizo moverse un misterioso artefacto por el puerto de Barcelona en el año 1543, con la ayuda del diablo, ya que no utilizó remos ni velas. ¿La primera máquina de vapor?

Del legendario Jorge Juan, Isaac Peral y tantos otros constructores de buques, cuando todos los océanos eran lagunas interiores de cierta piel de toro que hoy brama y cruje por sus costuras, resquebrajada a causa de la mendacidad, la corrupción, la imbecilidad política en todos los frentes.

O de aquel marino mal recordado, Fernando Villaamil, amigo de mi bisabuelo y compañero de fatigas suyo, comandante de la mítica corbeta Nautilus y buen escritor, que parió el Destructor. Cañonero legendario que los ingleses copiaron, inaugurando una nueva clase de buque de guerra con el mismo nombre, pilar de su imperio, de su epopeya y su perfidia, que algunos catetos indocumentados denominan destroyer.

Buque precursor de la Hormiga Atómica, en realidad ocho corbetas de la clase descubierta, los últimos barcos de guerra construidos con tecnología genuinamente española. El apodo ha sido otorgado con admiración por los marinos y marines estadounidenses que patrullan con ellos por el Golfo Pérsico en la actualidad. Después de más de treinta años de singladuras, son todavía los mejores a pesar de su pequeñez, según el decir de propios y extraños, y eso que la vetustez las ha degradado a simples patrulleras.

Varias de ellas, la Cazadora, la Vencedora, nombres dignos de su aura y su valía, todavía patrullan a la caza de piratas y maleantes, desgraciadamente no los de guante blanco que nos están dejando sin blanca, que siguen cachondeándose de nosotros cada día con sus salarios delirantes, saltando de destrozo en destrozo bajo la protección de la Camorra empresarial y política.

A pesar de ser pequeñas y de la poca tripulación que necesitan, realizan su trabajo con el insomnio que produce el no embarcar relevo, tienen un armamento equiparable al de cualquier fragata actual cinco veces mayor en tamaño, cuatro en tripulación y arrobas de sofisticación. Por productividad que no sea. Sus misiles Exocet pueden partir en dos cualquier monstruo erizado en aviones o misiles que se les pongan a tiro. Su agilidad, su capacidad operativa les permite entrar en acción, a pesar de los achaques de la edad, cuando el resto de los buques de la OTAN todavía se lo están pensado o tienen que volver a puerto, capados o humillados, porque se les ha roto un acoplamiento, han perdido un tornillo o tienen que resetear el software de última generación.

La lista de las aportaciones de la ingeniería española al mundo es inmensa. Desde el autogiro de La Cierva, precursor del helicóptero, hasta el centenario Spanish Aerocar de Alejandro Torres Quevedo que todavía atraviesa las cataratas del Niágara.

O tantas otras maravillas de la ingeniería, como el primer submarino operativo de la historia, que lleva largos años a la intemperie, pudriéndose, en Cartagena. Metáfora de este país al cual le ha faltado tejido empresarial, empresarios y políticos decentes, no esforzados ingenieros.

El proceso envilecedor de Bolonia ha borrado de un plumazo tan sublime y legendaria tradición. La ANECA ha triturado la profesión. Nadie se aclara entre tanto maremágnum de grados y másteres, de unas competencias que ya cualquiera tiene por obra y gracia de un titulín, obtenido sin esfuerzo, ausente de conocimientos.

Parte importante de la culpa la tiene la imposibilidad de poder contratar buenos docentes a causa de una burocracia aberrante, la necesidad de aprobar al que no estudia para cumplir con los ratios, para no ser considerado mal profesor.

Los buenos catedráticos se están jubilando. Los repuestos están vedados por la ANECA a no ser que se tapen las narices y se conviertan en indecentes tramposos. La mayoría se niega a prostituirse, aunque cercene su carrera. Una cuestión de dignidad, de honradez e integridad.

Las empresas son hoy incapaces de discriminar entre universidades, discernir entre titulados de centenarias instituciones, otrora prestigiosas, de cuchitriles supuestamente académicos que escupen titulados. En apenas un lustro se ha igualado por abajo todas las escuelas de ingeniería españolas. La mayoría de las instituciones privadas, salvo alguna honrosa excepción como los ingenieros de ICAI, jamás tuvieron, ni tienen, ningún nivel, ya que se nutrían de rebotados hijos de papá a doblón la matrícula, a cambio de un diploma donde enmarcar su desfachatez.

Ha desaparecido una tradición de excelencia, rechinante palabreja para enorgullecer ignorantes. Aquella que lubricaba de saber este país y, no solo él, a base de buena ingeniería, anónima eficacia, humildad, autocrítica, evolución, reto, desafío y, a menudo, rabia.

Esto no es arquitectura, menos todavía economía académica. Se trabaja en equipo. No hay primas donnas: son disciplinas complejas. Lo sublime en ingeniería es efímero. Dura el tiempo que tarda el siguiente artefacto en descabalgar del podio el milagro reciente. Tampoco es verdad: la Torre Eiffel o el acueducto de Segovia siguen siendo maravillosas obras de ingeniería, a pesar de los pirulís acristalados que pululan hoy, homogeneizando en vulgaridad las grandes ciudades de este planeta, caduco, en parte, por culpa nuestra.

Por no ser capaces de explicar los riesgos del uso excesivo y descontrolado de la tecnología, de promover un sensato disfrute; los riesgos de exacerbar la mala utilización de los avances científicos, de aplicar la tecnología sin la mesura y la sensatez que la Tierra demanda; por dejar que los druidas acapararan demasiado protagonismo a costa de hazañas tecnológicas ajenas, convertidas por ellos en religión.

A las grandes escuelas de ingeniería española les sobraba Bolonia. Hasta ahora nunca tuvieron desempleo los que salían de ellas. Las buenas empresas se los rifaban. Valían. Con eso bastaba. Los títulos no se otorgaban gratis. Por eso no eran tantos los agraciados. Se exigía sudor, a veces lágrimas. Muchos se quedaban por el camino. Por algo sería.

El ingeniero español jamás tuvo problema alguno para ser homologado en ningún lugar del orbe, empezando por los países anglosajones, incluidos los Estados Unidos, y Francia, Alemania o el Reino Unido. Al revés no pasaba. El corporativismo atenazaba. Nada era perfecto. Al menos al Estado le salía gratis. Ahora es todo lo contrario. Cualquiera vale. Todos tienen competencias. Costará vidas. Saldrá caro. Volveremos sobre ello.

En el extranjero sabían a quien contrataban. No era solo simple cuestión de prestigio. Los ingenieros españoles producían desde el primer día. Les habían dado tantos palos durante la carrera que lo único bueno inculcado era la capacidad de aprender en tiempo récord aquello que la empresa les demandaba, de buscarse la vida y la de su equipo, con eficacia, a toda velocidad, aunque no fuese en el campo de su especialidad: sus cimientos eran profundos, aunque los hubiesen obtenido a base de zurriagazos, ojeras y codos.

Era esa capacidad de asimilar, su magnífica base matemática y física y, por qué no decirlo, humanística, la que los hacía ser tan demandados. Ahora, con esa tontería de la evaluación continua impuesta por la delirante pedagogía en vigor, cosa que muchos llevamos aplicando toda la vida como hemos podido, al convertir la universidad en una extensión del parvulario, la iniciativa de los estudiantes ha sido cercenada, el esfuerzo aplastado, infantilizándolos todavía más, castrando su futuro y nuestra jubilación.

Nos hemos cargado una tradición centenaria, innovadora, la mejor que teníamos, la que Merkel reclama. Estamos a tiempo de recapacitar, de reconducir el disparate que terminará de envolver este país carcomido en ignorancia y fatuidad, en ruina económica y no solo intelectual.

¿Cuál es la solución? Volver a formar ingenieros. Arrancar de las serviles garras de la ANECA las antiguas Escuelas Técnicas Superiores, antes llamadas Escuelas Especiales, que por algo lo eran. Hacerlo antes de que el veneno de la burocracia las destruya para siempre. Reorganizarlas. Mantenerlas, a la manera de las Grandes Ecoles francesas, fuera del destructivo sistema auspiciado por Bolonia, para que vuelvan a producir admirados profesionales. Dejando que las empresas discriminen, que las universidades que lo deseen sigan produciendo parados, perdón, devaluados grados y másteres de pinipón.

Pero esto es la España eterna, profunda, mezquina, caciquil, cutre, atenazada por mediocres burócratas y políticos corruptos, por nacionalistas pobres de espíritu, ciegos de codicia y de impiedad, exentos todos ellos de sensatez, sabiduría y, tristemente, carentes de grandeza, de generosidad, de la belleza y la satisfacción que produce el trabajo digno y las cosas bien hechas. Merkel, tiembla.

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